La noche anterior a mi cumpleaños, dormí inquieta. Habían pasado ya siete años desde la muerte de mi padre, Thomas, un hombre serio pero tremendamente protector. Y sin embargo, en aquel sueño, su voz sonó tan nítida, tan real, que desperté jadeando. “¡No uses el vestido que te regaló tu esposo!”, me advirtió con una urgencia que me heló la sangre. Me incorporé sobresaltada, empapada en sudor, mientras mi mente intentaba procesar lo que había escuchado.
Lo peor es que el vestido existía de verdad. Mi marido, Andrew, me lo había regalado hacía apenas dos semanas, diciendo que sería “el atuendo perfecto” para la cena de cumpleaños que él mismo organizaba. Yo no había visto nada extraño en él, excepto que parecía más caro de lo habitual, demasiado elegante para una celebración íntima. Pero después del sueño… algo dentro de mí empezó a desconfiar.
Aquella mañana llamé a Rosa, la modista del barrio, para pedirle que ajustara un poco el vestido, fingiendo que lo necesitaba para quedar perfecto. Cuando me lo trajo de vuelta, noté un leve temblor en su voz mientras decía: “Si quieres, puedo esperar a que te lo pruebes.” Rechacé la oferta con una sonrisa, pero por dentro estaba cada vez más nerviosa.
Cerré la puerta del dormitorio con llave. Coloqué el vestido sobre la cama. Mis manos temblaban, pero tomé unas tijeras y corté cuidadosamente la parte interior del forro, justo por donde mi intuición me guiaba.
La tela cayó hacia los lados… y entonces algo brilló dentro del doblez.
Me quedé completamente paralizada.
Un dispositivo electrónico, pequeño, casi imperceptible, estaba cosido entre las capas. Pero no era un simple rastreador; reconocí de inmediato la forma de un micrófono y un transmisor en miniatura. Andrew había ocultado eso dentro del vestido… ¿para escuchar qué? ¿Para controlar qué? ¿Para vigilarme?
En ese momento, escuché el sonido del garaje. Andrew acababa de llegar a casa antes de lo previsto.
Y mientras guardaba los restos del forro en un cajón, con el corazón latiendo a mil por hora, supe que lo que pasara en los próximos minutos cambiaría mi vida por completo.
Andrew entró en la casa llamándome con una voz extrañamente alegre. “¡Amor! Llegué temprano para ayudarte con los preparativos.” Ese tono amable ya no me engañaba. Había demasiadas piezas que no encajaban desde hacía meses: sus viajes repentinos, sus arranques de control, sus preguntas sobre con quién hablaba, a dónde iba, incluso lo que decía cuando él no estaba. Yo siempre traté de justificarlo… hasta ahora.
Respiré hondo, escondí el pequeño micrófono en el bolsillo de mi bata y salí del dormitorio fingiendo normalidad. “Estaba revisando un par de cosas del vestido,” le dije sonriendo. Él me miró con un brillo extraño en los ojos, como si estuviera intentando adivinar si yo sabía algo.
“Tengo una sorpresa para ti mañana,” comentó mientras dejaba su maletín. “Será una noche inolvidable.”
Sentí un escalofrío. Con el micrófono que había encontrado, ya no sonaba como una frase romántica, sino como una advertencia. ¿Qué planeaba realmente?
Esa noche, después de que Andrew se durmiera, tomé una decisión arriesgada: fui a casa de Rosa, la modista. Ella abrió la puerta sobresaltada, pero al ver mi rostro comprendió que algo grave ocurría. Le mostré el dispositivo. Se llevó la mano a la boca.
“Isabella… esto no es normal. Yo vi el bulto en el forro cuando arreglé el vestido, pero pensé que era parte del diseño. Pero cuando lo toqué… me di cuenta de que había un aparato dentro. No sabía si decírtelo. Él estaba afuera esperándome cuando recogí tu vestido. Me preguntó si te lo había entregado.”
Mi estómago se hundió. Andrew la había vigilado también.
Decidí entonces ir un paso más allá. Llamé a mi mejor amigo, Daniel, abogado, quien llevaba meses diciéndome que algo en Andrew no le cuadraba. Le envié una foto del dispositivo.
“Tienes que mantener la calma y actuar como si no supieras nada,” dijo. “Y mañana, antes de tu cena, pasa por mi oficina. Lo que tengo que mostrarte te va a abrir los ojos.”
Dormí poco, pero al amanecer me sentí más firme. Pasé por la oficina de Daniel. Sobre la mesa había un sobre lleno de documentos: contratos escondidos, transferencias sospechosas y correos donde Andrew hablaba de mí como si fuera un obstáculo para un acuerdo económico.
Pero lo peor —lo que me dejó sin aliento— fue una grabación. Una conversación entre Andrew y otra mujer.
“…cuando ella use el vestido, tendremos todo el material que necesitamos para demostrar su ‘inestabilidad emocional’. Los inversionistas no confiarán en alguien así.”
Me estaban preparando una trampa.
Y faltaban solo horas para mi cumpleaños.
Salí de la oficina de Daniel con el corazón en llamas, pero por primera vez no era miedo: era claridad. Andrew no solo quería controlarme; quería desacreditarme para quedarse con una parte del negocio familiar que yo había heredado de mi padre. El mismo padre que, en el sueño, me había advertido.
Regresé a casa. Andrew estaba terminando de preparar la mesa, poniendo flores, sonriendo con esa sonrisa falsa que yo ya no podía soportar. “¿Lista para esta noche, mi amor?”, preguntó.
“Más que nunca,” respondí.
Durante la cena, Andrew intentaba forzar una imagen perfecta: besos exagerados, brindis, palabras vacías. Yo aguardaba el momento preciso. Y cuando él mencionó que quería hacer un “pequeño discurso” sobre mí frente a los invitados que llegarían más tarde, supe que había llegado la hora.
Me levanté despacio y coloqué el vestido sobre la mesa, doblado, mostrando el hueco que había abierto en el interior. Andrew palideció.
“¿Qué es esto?”, lograba apenas murmurar.
“Lo que tú cosiste dentro,” respondí con calma. “Pero no te preocupes, ya no puede transmitir nada. Y tampoco necesitas hacer tu discurso… porque tus grabaciones, tus correos y tus planes ya están en manos correctas.”
Su respiración se volvió irregular. “Isabella, yo… no entiendes…”
“Entiendo perfectamente,” lo interrumpí. “Querías demostrar que yo estaba inestable, que era emocionalmente frágil, para obtener acceso a mis acciones. Pero hay un detalle que no calculaste.”
Él me miró fijamente, casi suplicante.
“Mi padre siempre decía que ‘lo que se hace en la sombra, la luz lo termina mostrando’. Y mira… tenía razón.”
Andrew intentó acercarse, pero yo retrocedí. “Esta casa ya no es tu escenario. Tus mentiras terminaron.”
Daniel entró justo en ese momento, acompañado por un oficial que llevaba la orden de alejamiento temporal debido a la evidencia presentada. Andrew gritó, insultó, negó todo… pero ya no importaba.
Aquella noche, lejos de ser un desastre, se convirtió en mi renacer. Me senté sola en la sala, respirando por primera vez en mucho tiempo. Y aunque no suelo creer en sueños proféticos, no pude evitar agradecer mentalmente a mi padre por la advertencia que lo cambió todo.
Y ahora, si tú estuvieras en mi lugar…
¿habrías abierto el vestido o habrías ignorado la advertencia?
Cuéntamelo: estoy deseando leer qué habrías hecho tú.




