Para salvar a mi familia, me casé con un millonario que era viejo y débil. En nuestra noche de bodas, entré en el dormitorio. Él se quitó la máscara y, cuando vi su rostro, me quedé paralizada.

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Me casé con Richard Beaumont, un millonario estadounidense de sesenta y ocho años, para salvar a mi familia de las deudas que estaban a punto de dejarnos en la calle. Mi madre necesitaba una cirugía urgente, mi hermano menor estaba endeudado por un negocio que fracasó y yo, Elena Marlowe, era la única que podía hacer algo. Richard me ofreció un matrimonio “de conveniencia”: él pagaría todas las deudas, financiaría la operación y nos daría estabilidad. A cambio, yo debía vivir con él durante un año, acompañarlo en eventos sociales y mostrar una imagen matrimonial impecable.

Durante los preparativos, él siempre llevó una máscara médica por “problemas respiratorios”. Nunca lo vi completamente sin ella. Tenía un porte elegante, hablaba con voz pausada, pero también tosía frecuentemente. Sus abogados me explicaron que su salud era delicada y que, por eso, necesitaba estabilidad emocional, alguien que le inspirara tranquilidad. A mí solo me importaba salvar a mi familia.

La boda fue silenciosa, casi clínica. Mi familia no sabía la verdad; creían que me había enamorado repentinamente de un hombre mayor pero amable. Richard me tomó la mano con sorprendente calidez, pero yo no podía evitar sentirme atrapada en un trato que me superaba emocionalmente.

Al llegar a su mansión en la costa de Maine, una casa enorme rodeada de pinos y olor a mar, su ama de llaves, Margaret, me observó con una mezcla extraña: compasión y advertencia. No pude entenderla del todo.

Esa noche, cuando entré en la habitación que ahora compartíamos, Richard estaba sentado en el borde de la cama. Respiraba con dificultad. Me miró un instante, luego llevó ambas manos a la máscara y la retiró lentamente.

Y entonces lo vi.

Me congelé.

Su rostro estaba cubierto de cicatrices profundas, como si hubiera sobrevivido a un incendio brutal. Su ojo izquierdo casi no se abría, y la piel de su mejilla parecía tensa, reconstruida. Él no dijo nada al principio; solo me observó como si temiera mi reacción.

Yo estaba paralizada. No por miedo, sino por la sensación inesperada de que toda mi vida estaba a punto de cambiar de manera irreversible.

Richard se dio cuenta de mi impacto inmediato y apartó la mirada.
—Lo siento, Elena —murmuró—. No quería asustarte. Solo necesitaba que me vieras como soy antes de que sigamos adelante.

Me pidió que me sentara. Su voz era serena, pero había un peso emocional que me hacía sentir que estaba frente a alguien con un pasado mucho más complejo de lo que imaginaba.

Me contó que había sufrido un incendio cuando tenía treinta y dos años. Había intentado salvar a su esposa y a su hija de tres años. No lo logró. Ambas murieron por inhalación de humo. Él sobrevivió, pero las heridas físicas y emocionales lo marcaron para siempre. Desde entonces evitaba mostrarse sin máscara ante desconocidos o en público. No era vanidad: era dolor.

Yo no supe qué decir. Había entrado en ese matrimonio como un trato, sin imaginar que detrás de su figura fría existía una historia devastadora.
—No busco tu amor, Elena —continuó—. Solo compañía… y honestidad. A cambio, cumpliré mi parte del acuerdo. Pero quiero que entiendas por qué soy como soy.

Mi percepción empezó a cambiar. No era un hombre viejo y débil comprando una esposa joven. Era alguien roto, intentando reconstruirse de forma torpe pero sincera.

Los días siguientes fueron extraños. Margaret observaba todo, como si supiera que yo debía pasar por un proceso interno antes de aceptar realmente ese hogar. Richard, por su parte, se mostraba atento sin invadir mi espacio. Me dejaba notas preguntando si quería desayunar con él o si prefería cenar en la terraza para ver el mar.

Un día, mientras ordenaba algunos libros de su biblioteca, encontré un álbum escondido en un cajón. Fotos de él antes del incendio, de su esposa, de su hija sonriendo con dos trenzas rubias. Cuando Richard me encontró con el álbum abierto, pensé que se enfadaría. Pero no. Se sentó a mi lado y me contó historias de ellas, por primera vez sin temblar.

Esa noche comprendí que estaba empezando a sentir algo que nunca esperé: respeto.

Pero justo cuando pensaba que la relación podía convertirse en algo más tranquilo, apareció un elemento que lo cambió todo.

Una carta.

Firmada por un nombre que no conocía: Daniel Carter.
El contenido me dejó sin aliento:

“Elena, tu vida corre peligro. No confíes en Richard. No sabes quién es realmente.”

La carta me quemaba las manos. ¿Quién era Daniel Carter? ¿Por qué sabía mi nombre? ¿Y por qué me advertía contra Richard, cuando yo empezaba a sentir que era, a su manera, un hombre decente?

Guardé la carta sin decir nada. Durante dos días observé a Richard con más atención: sus reuniones, sus llamadas, sus silencios. No había nada que insinuara peligro. Sin embargo, era imposible ignorar la advertencia.

Finalmente, decidí hablar con Margaret, la ama de llaves. Su reacción fue reveladora: se tensó por completo.
—¿Dónde encontraste esa carta? —preguntó con voz temblorosa.
—Me la dejaron en la puerta. Necesito saber la verdad.

Margaret respiró hondo.
—Daniel Carter fue… el socio de Richard. Hace años. Tuvieron un conflicto muy grave. Daniel lo culpó por un fraude empresarial que terminó con su ruina. Desde entonces, vive obsesionado con destruirlo. Dice que Richard arruinó su vida, pero nunca ha podido demostrar nada.

Mi mente giraba rápido.
—¿Y tú crees que Richard es inocente?
Margaret bajó la mirada.
—Creo que Richard cometió errores terribles… pero no es un asesino ni un monstruo. Solo es un hombre que ha sufrido demasiado.

Esa noche, reuní valor y enfrenté a Richard. Le mostré la carta. Él la leyó con una calma que me sorprendió.
—Sabía que tarde o temprano aparecería —dijo—. Daniel cree que yo provoqué su ruina. No es verdad, pero entiendo por qué lo piensa. Si quieres irte, Elena, no voy a detenerte.

Y ahí ocurrió lo inesperado.

Me di cuenta de que ya no quería irme.

Richard no era perfecto, pero tampoco era el villano que Daniel describía. Y yo, que había entrado en ese matrimonio por desesperación, ahora veía en él un hombre que intentaba vivir con dignidad pese a sus tragedias.

Decidí quedarme y descubrir la verdad por mí misma. No por el contrato, no por el dinero… sino porque sentía que mi presencia podía ayudarlo a cerrar heridas que llevaba demasiado tiempo ocultando.

Pero sabía que Daniel no se detendría. Y que nuestra historia, lejos de terminar, acababa de comenzar.

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