Cuando entré en la oficina de mi esposo, Daniel, llevaba en las manos una pequeña caja con su almuerzo favorito. Era mi manera de alegrarle el día; últimamente trabajaba demasiado y yo, con ocho meses de embarazo, quería recordarle que seguíamos siendo un equipo. Empujé suavemente la puerta entreabierta, esperando verlo concentrado frente al ordenador.
Pero lo que vi me paralizó.
Daniel no estaba trabajando.
Estaba besando apasionadamente a una mujer que jamás había visto. Ella estaba sentada en su escritorio, abrazándole el cuello como si fuera su lugar habitual. Por un instante, me quedé sin aire, como si alguien hubiera apagado las luces dentro de mí. La caja del almuerzo cayó al suelo.
—¿Qué… qué están haciendo? —logré decir, mi voz temblando.
Daniel se giró, sorprendido, pero en lugar de culpa, vi molestia.
La mujer —una morena alta, elegante, con un vestido rojo ceñido— me miró de arriba abajo y soltó una carcajada cruel.
—¿Eres tú la esposa embarazada? —escupió con desprecio—. Qué patética.
Me acerqué un paso, no para pelear, sino para pedir una explicación, pero ella se levantó bruscamente, me empujó y me atacó, gritando insultos que no llegué a procesar. Antes de que pudiera reaccionar, me dio una fuerte patada en el vientre. Sentí un dolor agudo atravesarme, como si me arrancaran el aire por dentro.
—¡Basta! ¡Estoy embarazada! —grité, doblándome de dolor.
Y entonces escuché la carcajada de Daniel.
Una carcajada que jamás olvidaré. Fría, burlona, ajena a todo lo que habíamos construido.
—No dramatices, Clara —dijo, como si fuera yo la ridícula—. Te lo buscaste entrando sin avisar.
Las lágrimas nublaron mis ojos. No entendía nada. No entendía cómo el hombre que juró protegerme podía mirar sin mover un dedo… incluso reír.
Y justo cuando sentí que ya no podía caer más bajo… la puerta de la oficina se abrió de golpe.
Y las caras de Daniel y aquella mujer se congelaron.
En la puerta estaba Michael, el socio principal de la empresa y tío de Daniel, un hombre severo, conocido por su carácter recto e implacable. Detrás de él venían dos asistentes que habían escuchado mis gritos.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —tronó Michael, sus ojos azules oscuros moviéndose entre mi cuerpo encorvado y la pareja paralizada.
La mujer del vestido rojo retiró la mano que aún tenía sobre Daniel. Él intentó recomponerse, pero el temblor en su mandíbula lo delató.
—Esto no es lo que parece —balbuceó Daniel.
Michael ignoró su excusa y corrió hacia mí.
—Clara, ¿estás bien? ¿El bebé…?
Agachó la mirada hacia mi vientre mientras yo luchaba por respirar del dolor. Una asistente se arrodilló a mi lado, sosteniéndome.
—Ella la golpeó —dijo la asistente—. Yo lo vi desde el pasillo.
Un silencio pesado cayó sobre la oficina.
Michael se volvió lentamente hacia la mujer del vestido rojo. —Dime que eso no es cierto.
Ella tragó saliva, retrocediendo.
—Ella me provocó —dijo débilmente—. Solo… solo me defendí.
—¿Defenderte de una mujer embarazada de ocho meses? —respondió Michael con una frialdad que heló la habitación.
Luego miró a Daniel.
—¿Y tú permitiste esto?
El rostro de Daniel perdió color.
—Es… más complicado de lo que parece.
—No, Daniel. No lo es —replicó su tío—. Has cruzado una línea que jamás imaginé verte cruzar.
Mientras tanto, yo respiraba con dificultad, pero el bebé se movía, y eso me daba un poco de calma. Las asistentes me ayudaron a sentarme en una silla.
—Llamen a una ambulancia —ordenó Michael sin apartar la mirada de la pareja culpable—. Y que Recursos Humanos venga de inmediato.
Daniel dio un paso adelante.
—Tío, no necesitas dramatizar. Este es un asunto privado.
Michael estalló.
—¡Tú has convertido tu oficina en una vergüenza pública y has puesto en peligro a mi sobrino-nieto! ¡Privado no es! —gritó, golpeando el escritorio—. A partir de este momento, estás suspendido. Entregas tu tarjeta de acceso hoy mismo.
La mujer del vestido rojo tartamudeó:
—¿Y yo…?
—Tú estás despedida. Sal ahora mismo antes de que llame a seguridad.
Daniel palideció.
—Tío… por favor…
Pero Michael ya no lo escuchaba. Se volvió hacia mí, su mirada llena de culpa y firmeza.
—Clara, vamos a llevarte al hospital. Yo me encargo del resto.
En ese momento supe que mi vida acababa de romperse… pero también que tenía una oportunidad de reconstruirla.
En el hospital, después de varios exámenes, el médico me aseguró que el bebé estaba fuera de peligro. Lloré de alivio, dejando salir todo lo que había estado conteniendo. Aquella noche, Michael se quedó conmigo, sentado en una silla incómoda, como si se sintiera responsable de lo ocurrido.
—Clara —me dijo suavemente—, sé que no soy parte de tu familia cercana, pero quiero que sepas que no estás sola en esto.
Le agradecí en silencio. Era extraño recibir apoyo de alguien que apenas conocía mejor que mi propio esposo.
Al día siguiente, Daniel apareció en la puerta de la habitación. Entró sin pedir permiso.
—Clara, tenemos que hablar.
Yo cerré los ojos unos segundos.
—No tengo nada que hablar contigo —respondí, sin levantar la voz.
—Estás exagerando. Lo de ayer fue un malentendido, ¿vale? Tú siempre haces un drama de todo.
Sentí un nudo en la garganta.
—¿Un malentendido? Me engañaste, permitiste que me atacaran… te reíste.
Daniel bufó. —Estás embarazada, Clara. Tus hormonas…
—Sal de mi habitación —lo interrumpí.
Pero Michael entró en ese momento, su expresión glacial.
—Daniel, te dije que no vinieras.
—Es mi esposa —reclamó él—. Tengo derecho.
—Tenías derecho —corrigió Michael—. Pero ya no más. Clara ha decidido iniciar el proceso de separación. Y créeme, después de lo que has hecho, el juez estará de su lado.
Daniel se quedó pálido, mirando a su tío como si fuera un traidor.
—No puedes hacer esto.
—Lo estoy haciendo —respondió Michael—. Y si vuelves a acercarte a Clara sin autorización, me aseguraré de que lo lamentes legalmente.
Daniel salió furioso, dando un portazo.
En mi interior, algo se rompió… pero algo nuevo también comenzó a formarse: fuerza.
En los meses siguientes, Michael me ayudó con los documentos, la mudanza y todo lo que significaba empezar de cero. Cuando nació mi hijo, lloré al verlo, sintiendo que finalmente algo hermoso salía de tanto dolor.
Mientras lo sostenía en mis brazos esa primera noche, me prometí a mí misma que jamás volvería a permitir que alguien me hiciera sentir pequeña.
Y ahora, mirando atrás, supe que aquel día en la oficina no marcó el final de mi vida… sino el inicio de mi libertad.
Me encantaría saber tu opinión:
¿Qué habrías hecho tú en el lugar de Clara?
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