Durante los últimos doce meses, mi vida dejó de ser reconocible. Mi nombre es Emma Collins, y nunca pensé que llegaría a pasar 365 días sin mirarme al espejo. Todo comenzó cuando el tratamiento contra el cáncer empezó a alterar mi cuerpo. Mi rostro se volvió irreconocible, mis mejillas se hundieron, mis cejas se borraron, y una mañana, mientras me cepillaba, un mechón entero de cabello cayó sobre el lavabo. Recuerdo haber gritado, no por dolor físico, sino por la sensación de que algo dentro de mí se desprendía junto con ese mechón. Esa fue la última vez que intenté mirarme a mí misma. A partir de entonces, evité cualquier reflejo: ventanas, pantallas apagadas, incluso el brillo del agua.
Mi prometido, Daniel Wright, intentaba mantenerse fuerte. Me repetía: “No eres tu cabello, Emma, eres tú.” Pero yo no podía creerle. Nos íbamos a casar en primavera, y yo, incapaz de enfrentar mi propia imagen, no quería que él viera a la mujer en la que me había convertido. Cancelamos la boda. Yo insistí en esperar hasta “cuando todo pasara”. Pensaba que él entendería, que aceptaría ese tiempo suspendido. Pero, en silencio, Daniel sufría su propia batalla: la de intentar no perderme emocionalmente, incluso mientras estaba físicamente presente.
Un día de otoño, cuando las hojas doradas comenzaban a cubrir la entrada del hospital, todo cambió. Yo estaba conectada al suero, escribiendo un mensaje que nunca enviaría, cuando escuché pasos apresurados en el pasillo. Las enfermeras comenzaron a moverse con una energía inusual. Y entonces lo vi: Daniel, entrando en mi habitación con un traje elegante, la corbata ligeramente torcida por la prisa, y en sus manos… una peluca sencilla, de un castaño suave, casi idéntica a mi color natural.
—Emma… hoy quiero casarme contigo —dijo con una voz que temblaba entre el miedo y la determinación.
Mi corazón se detuvo. Mi respiración también. Las enfermeras lo miraban emocionadas. Y antes de que yo pudiera reaccionar, él añadió:
—Te elijo, incluso si tú no puedes mirarte todavía.
Y ese fue el momento exacto en el que mi mundo entero dio un vuelco…
Me quedé paralizada. Sentía la garganta cerrarse, como si las palabras se hubieran quedado atrapadas detrás de todas las veces que había llorado sin permitir que nadie me viera. Daniel dejó la peluca sobre la cama, tomó mis manos frías entre las suyas y dijo:
—No quiero esperar a que te sientas perfecta para amarte. Ya te amo ahora.
Las enfermeras, sin que yo lo pidiera, comenzaron a preparar la habitación. Una de ellas trajo un pequeño vestido blanco que habían guardado para ocasiones especiales en el área de pediatría. Otra buscó unas flores artificiales del almacén. La jefa de planta consiguió dos anillos simples de plata que guardaban para emergencias. Todo sucedió tan rápido que yo apenas podía procesar lo que estaba pasando.
—Daniel, yo… —intenté decir—. No puedo. No quiero que me veas así.
Él negó suavemente con la cabeza.
—Emma, llevo viéndote así todo este año. Y cada día te he amado más. Pero tú no te has visto. Y creo que hoy necesitas hacerlo.
Esa frase me atravesó como un rayo. Yo no necesitaba que él me viera; necesitaba verme yo misma. Comprendí cuántas veces había evitado enfrentar mi propio dolor, escondiéndome detrás de la excusa del espejo.
Una enfermera colocó el vestido sobre mí con una delicadeza que me hizo llorar. El tejido era sencillo, casi infantil, pero en ese momento era lo más cercano a una boda real que podía imaginar. Daniel tomó la peluca, la acercó lentamente y preguntó:
—¿Puedo?
Asentí con un movimiento tembloroso. Cuando la colocó suavemente sobre mi cabeza, sentí una mezcla de nostalgia y vértigo. Y entonces trajo un pequeño espejo rectangular que habían conseguido en la sala de descanso.
El aire desapareció de mis pulmones.
Después de un año entero, allí estaba: una mirada cansada, sí; unas cejas débiles; un rostro diferente al que recordaba… pero era yo. Con todas mis cicatrices, con todo mi miedo, con toda mi resistencia.
Las lágrimas comenzaron a rodar.
—Te ves hermosa, Emma —susurró Daniel, como si temiera romperme.
—No lo soy —respondí entre sollozos.
—Para mí, siempre lo serás.
Y allí, en esa pequeña habitación, improvisaron un altar frente a mi cama. No había música, ni invitados, ni pasillo. Solo nosotros, nuestras manos entrelazadas y la certeza de que nada volvería a ser como antes.
Y justo cuando el médico entró para firmar como testigo… algo sucedió que nadie esperaba.
El doctor Morales entró con expresión cansada, pero cuando vio la escena —yo con el vestido blanco, Daniel tomándome las manos, las enfermeras emocionadas—, se quedó inmóvil. Luego, lentamente, sonrió. Firmó el documento sin decir una palabra y, cuando terminó, se acercó a mí.
—Emma, tengo tus resultados. Creo que es el mejor momento para dártelos.
Mi corazón se aceleró. Daniel apretó mi mano, como si pudiera sentir el vértigo que me recorría. El doctor abrió el sobre y, tras un silencio que pareció eterno, levantó la mirada.
—Estás en remisión completa. Puedes irte a casa en unas semanas.
No entendí nada al principio. Mi mente tardó unos segundos en procesar la frase, como si las palabras no encajaran en mi realidad. Pero cuando finalmente lo hice, un grito salió de mi pecho, un grito lleno de alivio, miedo, esperanza y una vida entera empezando otra vez.
Daniel me abrazó con tanta fuerza que pensé que iba a romperme.
—¿Lo ves? —dijo entre lágrimas—. No necesitábamos esperar. La vida ya estaba aquí.
La boda siguió entre risas, lágrimas y las voces dulces del personal del hospital. No fue perfecta; fue real. Y eso la hizo aún más nuestra. Cuando intercambiamos anillos, Daniel dijo:
—Te elegí el primer día, Emma. Y te elijo hoy. Te elegiré incluso cuando tú dudes de ti.
Y yo respondí, con la voz temblando:
—Gracias por sostenerme cuando yo no podía hacerlo.
Unos meses después, dejé el hospital. Caminé hacia la salida con paso lento, pero con una fuerza que jamás pensé recuperar. Cuando abrí la puerta, el reflejo del vidrio me devolvió mi imagen. Esta vez no aparté la mirada. Ya no necesitaba huir.
Y lo mejor de todo: volvimos a casarnos, esta vez en un pequeño jardín, rodeados de amigos, familia y el sol de primavera. Pero siempre supimos que nuestra verdadera boda había sido aquella, en la habitación blanca donde elegimos seguir viviendo.
Y ahora te pregunto a ti, que has llegado hasta aquí:
¿Crees que el amor verdadero se demuestra en los momentos más oscuros? ¿O crees que esperarían a que todo “mejorara” para quedarse?
Cuéntamelo, quiero saber qué harías tú.







