Mientras caminaba hacia mi coche en el estacionamiento subterráneo del edificio donde trabajaba, un grito desgarrador rompió el silencio. Me giré sobresaltado y vi a un niño sin hogar, flaco, con la ropa sucia y los ojos muy abiertos, correr directamente hacia mí. Lucas, mi guardaespaldas, reaccionó de inmediato y lo sujetó por los brazos. Pero el niño, temblando como si fuera a desmoronarse, volvió a gritar con un pánico tan real que me heló la sangre:
—¡No conduzca! ¡Su esposa… cortó los frenos!
Me quedé paralizado. Soy David Mercer, empresario de tecnología, y llevaba meses viviendo una guerra silenciosa con mi esposa, Helena. Nuestro matrimonio se había deteriorado a un punto irreconocible. Discusiones constantes, miradas frías, acusaciones. Pero… ¿ella? ¿Cortar los frenos? Era demasiado absurdo, incluso para nuestro peor momento.
—Señor, es solo un niño buscando atención —dijo Lucas, intentando alejarlo.
Pero el niño continuó forcejeando, con lágrimas resbalando por sus mejillas sucias.
—¡Lo vi! ¡Vi a la mujer rubia con el abrigo beige! ¡Tenía una herramienta y estaba debajo de su coche! ¡Por favor, no se suba!
Mi corazón dio un vuelco. Helena tenía un abrigo beige. Uno que solía usar para “ir a caminar y despejar la mente”.
Respiré hondo, intentando recuperar la lógica. Tal vez era una coincidencia. Tal vez el niño había confundido a alguien. Tal vez… quizá solo buscaba dinero.
Pero algo en sus ojos —un miedo tan puro— me impidió ignorarlo. Me acerqué, miré su rostro, sus manos temblorosas, y sentí un pinchazo de duda. ¿Y si no estaba mintiendo?
Lucas negó con la cabeza, claramente molesto.
—Señor, déjeme llevarlo fuera. Está inventando cosas.
Pero cuando miré mi coche, aparcado a pocos metros, la adrenalina subió como un golpe seco. Si lo que decía era verdad… un solo paso más podría ser mortal.
Y entonces, de repente, el niño gritó otra vez, esta vez con una desesperación que hizo eco por todo el estacionamiento:
—¡Ella quiere que usted muera hoy!
La frase me taladró el pecho. Su voz quebrada. Sus lágrimas. Y la posibilidad—por mínima que fuera—de que Helena realmente hubiera cruzado una línea irreparable…
Di el primer paso hacia el coche… con el corazón martilleando como si quisiera escapar de mi cuerpo.
Y en ese instante, algo metálico brilló bajo el parachoques.
Me agaché con cautela, ignorando el insistente “Señor, no se acerque” de Lucas. Tomé mi teléfono, encendí la linterna y la pasé por debajo del coche. Mis manos comenzaron a sudar cuando vi restos de grasa fresca sobre el suelo. Mi respiración se volvió pesada. No sabía nada de mecánica, pero aquello… no era normal.
—Revise los frenos —ordené a Lucas, que parecía más irritado que preocupado.
—Señor, no tiene sentido. Esto es absurdo. Déjeme llamar a seguridad del edificio. No tiene que—
—¡Revísalos! —grité, más fuerte de lo que pretendía.
Lucas maldijo por lo bajo, pero obedeció. Buscó el maletín de emergencia del coche y se puso a inspeccionar. El niño, todavía nervioso, se quedó contra la pared, respirando entrecortado.
Pasaron apenas treinta segundos cuando Lucas, el hombre más escéptico que conocía, retrocedió como si hubiera visto un fantasma.
—Señor Mercer… —tragó saliva—. Los frenos están… manipulados. Cortados de manera precisa.
La sensación de vacío que me invadió fue brutal. Me apoyé contra el coche mientras mi mente se llenaba de imágenes de Helena: su mirada fría de las últimas semanas, su repentina obsesión por “dividir bienes”, las discusiones sobre la empresa familiar, el dinero… su creciente resentimiento.
El niño dio un paso adelante, con voz temblorosa:
—Yo… yo solo quería ayudar. Vi todo. Ella llegó en un coche negro, miró alrededor, se agachó, cortó algo… y se fue rápido. Yo la seguí, porque pensé… pensé que algo malo iba a pasar.
Mi garganta se cerró. ¿Hasta ese punto había llegado Helena?
Pero necesitaba pruebas. Y necesitaba confrontarla.
Subí a mi oficina, dejando el coche intacto, con Lucas y el niño vigilando. Las cámaras del estacionamiento guardaban todo. Si Helena había estado allí, quedaría registrado. Tomé el control del sistema, avancé al horario indicado por el niño… y allí estaba. Imposible negar la silueta. El abrigo beige. El cabello rubio recogido. Las manos manipulando la parte inferior de mi coche con una herramienta plateada.
Sentí cómo la traición me atravesaba como una puñalada lenta.
Esa mujer… la que una vez juró amarme… me había condenado a muerte como si yo fuera un estorbo.
No esperé más. Bajé a toda prisa. Tenía que hablar con ella. Tenía que entender qué la llevó a ese extremo. ¿Dinero? ¿Envidia? ¿Venganza? ¿Locura?
Pero cuando regresé al estacionamiento, Helena ya estaba allí. Había llegado antes de que yo pudiera imaginarlo. Estaba de pie junto al coche, mirando al niño… como si supiera perfectamente quién la había delatado.
Su mirada se alzó hacia mí. Fría. Vacía.
—David —dijo—. Necesitamos hablar.
El silencio se volvió insoportable. El niño retrocedió instintivamente, escondiéndose detrás de Lucas. Yo me interpuse entre Helena y ellos sin pensarlo. Ella me miró como si no entendiera por qué lo hacía.
—Así que… ¿hablar? —dije, con voz tensa—. ¿Antes o después de que me mataras?
Su expresión no cambió. Ni una muestra de culpa.
—No es lo que crees.
—¿No? —di un paso adelante—. Te grabaron las cámaras. Cortaste los frenos de mi coche. Iba a subir. Iba a morir, Helena.
Ella respiró hondo, apartó la mirada por primera vez.
—No era para ti.
La respuesta me dejó helado.
—¿Qué demonios significa eso?
—David, ese coche lo usas tú… pero también lo usa tu hermano cuando viene a visitarte. Él tomó millones de la empresa. Me mintió. Me traicionó. Destruyó a personas que confiaban en él… —su voz se quebró apenas—. Yo solo quería que pagara.
Me quedé mudo. Era cierto que mi hermano había cometido fraudes. Yo mismo estaba investigando. Pero matar a alguien… ¿mi propia esposa justificando un asesinato como si fuera un trámite?
—¿Y si yo hubiera subido al coche? —pregunté, ya sin fuerzas.
Helena me miró a los ojos, y por primera vez noté algo parecido a miedo.
—Sabía que hoy no te tocaba conducir. Tenías chofer asignado.
—¡DESPEDÍ AL CHOFER AYER! —estallé—. ¡Tú no lo sabías! ¡Tu plan pudo matarme!
Ella abrió los labios, pero ninguna palabra salió. Era evidente que no había contemplado esa posibilidad. O no le importaba.
La policía llegó en cuestión de minutos, alertada por seguridad del edificio tras revisar las cámaras. Cuando Helena vio a los agentes acercarse, comprendió que todo había terminado. No intentó escapar. No lloró. Solo me miró con una calma enfermiza mientras la esposaban.
—Lo hice por nosotros —susurró.
Pero yo ya no veía a la mujer con la que me casé. Solo veía a alguien capaz de destruir una vida… incluso la mía.
El niño, tímido, se acercó y tiró de mi chaqueta.
—Señor… ¿va a estar bien?
Me agaché y puse una mano en su hombro.
—Gracias a ti… estoy vivo.
La policía se la llevó. Lucas llamó a prensa y abogados. Y yo me quedé allí, en medio del estacionamiento, intentando procesar cómo mi vida había cambiado en una sola tarde.
A veces, la traición no viene de un enemigo. Viene del hogar.
Y ahora que has llegado hasta el final…
¿Tú qué habrías hecho en mi lugar? ¿Creerías al niño desde el primer momento?
Cuéntamelo, quiero leer tu opinión.







