Mi esposo me llevó al hospital para la revisión de nuestro bebé. La enfermera me mostró su teléfono y dijo: “El mes pasado, este mismo hombre trajo a otra mujer aquí… para un aborto”. Me quedé paralizada cuando comprendí quién era esa mujer…

Cuando Helena descubrió que estaba embarazada de tres meses, sintió que su vida con Marc, su esposo desde hacía cuatro años, finalmente tomaba un rumbo luminoso. Durante mucho tiempo habían intentado concebir sin éxito, y aquella mañana en que la prueba mostró dos líneas fue como si el mundo entero se iluminará de golpe. Marc la abrazó con fuerza y la llevó inmediatamente a celebrarlo con una cena improvisada. Parecía feliz, más feliz que nunca. Por eso, cuando unos días después la acompañó al hospital para la revisión rutinaria, ni por un segundo imaginó que aquel día acabaría desmoronando todo lo que creía saber sobre él.

En la sala de espera, Marc actuaba normal. Hablaba de nombres, de colores para la habitación del bebé y de cómo tenía pensado reducir un poco sus viajes de trabajo para estar más presente. Helena lo escuchaba con una sonrisa tímida; una mezcla de emoción y nerviosismo la invadía. Cuando por fin la enfermera la llamó, él le dio un beso en la frente y le dijo que la esperaba afuera, que no tardara.

La revisión comenzó de manera rutinaria: preguntas, ecografía, signos vitales. Pero la expresión de la enfermera, una mujer de unos cincuenta años llamada Patricia, cambió cuando Helena mencionó el nombre de su esposo.
—¿Marc Delaunay? —preguntó la enfermera con un matiz extraño en la voz.
—Sí… —respondió Helena, confundida.

Sin decir una palabra más, Patricia sacó su teléfono, lo desbloqueó y le mostró una fotografía tomada en la misma sala en la que estaban. Al ver la imagen, Helena sintió cómo el aire se le escapaba de los pulmones: allí estaba Marc, sentado en la misma silla de la sala de espera, sosteniendo la mano de otra mujer.
—El mes pasado —dijo la enfermera, con voz baja—, este mismo hombre trajo a esa mujer aquí… para un aborto.

Fue como si el mundo se partiera en dos. Pero lo peor aún estaba por venir. Porque justo antes de que la enfermera pudiera poner el teléfono de vuelta en su bolsillo, Helena reconoció algo: el collar rojo de la mujer. Lo había visto antes, demasiadas veces. Era de Sonia, su mejor amiga desde la universidad.

Y en ese instante, Helena supo que su vida jamás volvería a ser la misma.

Helena salió de la consulta con las piernas temblando. Marc se levantó al verla, sonriente, sin sospechar nada.
—¿Todo bien, amor? —preguntó.
Pero Helena no pudo pronunciar palabra. Necesitaba respuestas, pero no allí. No frente a desconocidos. No mientras un torbellino le revolvía el estómago.

En el coche, el silencio era tan espeso que parecía ocupar todo el espacio. Marc intentó romperlo.
—¿Te sientes mal? Podemos parar a comprar algo…
—¿Quién es? —interrumpió Helena con voz baja pero firme.
Marc frunció el ceño.
—¿De qué hablas?
—La mujer que trajiste al hospital el mes pasado. Para un aborto.

Marc se quedó inmóvil, como si alguien le hubiese golpeado el pecho. Tardó varios segundos en reaccionar.
—Helena… no es lo que piensas.
—¿Entonces qué es? —su tono finalmente explotó—. ¿Qué hacías aquí con una mujer embarazada que abortó? ¿Quién era? ¡Dímelo!

Marc apretó el volante.
—No puedo decirte su nombre.
—Entonces lo confirmaré yo —respondió ella con un hilo de voz—. Era Sonia, ¿verdad?

El rostro de Marc lo dijo todo. No necesitó una sola palabra.

Helena sintió un dolor tan profundo que por un momento creyó que iba a desmayarse.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo llevas traicionándome con mi mejor amiga?
Marc tragó saliva.
—Fue un error… un error que terminó antes incluso de empezar.
—¡La dejaste embarazada y la trajiste aquí! —gritó Helena—. ¡Eso no es “terminar antes”!

Durante diez minutos, Marc intentó una versión tras otra de la historia. Que había sido un desliz. Que Sonia había exagerado. Que él no había querido que ella abortara. Que todo se había salido de control.
Pero las palabras se volvieron ruido.
Helena solo pensaba en una cosa: llevaba dentro de sí un hijo de un hombre que acababa de romper su vida en mil pedazos.

Al llegar a casa, Helena entró directamente en el dormitorio y comenzó a meter ropa en una maleta.
—Helena, por favor, hablemos —rogó Marc.
—No. Necesito espacio. Y necesito proteger a mi bebé.

Marc trató de detenerla, pero ella lo apartó. No lloró. No gritó más. Estaba vacía.
Solo cuando cerró la puerta del taxi, las lágrimas comenzaron a correrle por la cara mientras sostenía su vientre, como si pudiera proteger a su hijo del mundo exterior.

Durante las semanas siguientes, Helena se mudó temporalmente a casa de su hermana en Barcelona. Allí intentó reconstruir los fragmentos de su vida. Al principio no podía dormir; las imágenes del hospital la perseguían, igual que las preguntas sin respuesta. ¿Por qué Sonia? ¿Por qué Marc? ¿Cuándo había comenzado todo? Pero ninguna explicación podía justificar la traición simultánea de las dos personas en quienes más confiaba.

Sonia intentó contactarla varias veces, enviándole mensajes que iban desde disculpas hasta intentos de justificarse. Helena no abrió ninguno. Solo la idea de verla o escuchar su voz le revolvía el estómago. Marc, por su parte, insistía en que quería asumir la responsabilidad como padre, que quería asistir a las consultas, que quería “arreglarlo”. Pero Helena sabía que algunas fracturas no se arreglan: simplemente dejan cicatrices.

Aun así, tomó una decisión difícil pero necesaria: permitir que Marc asistiera a la siguiente ecografía. No por él, sino por el bebé.
Cuando lo vio en la sala del hospital, parecía más delgado, con ojeras profundas. Pero su presencia todavía le dolía.
—Gracias por dejarme venir —dijo él en voz baja.
Helena solo asintió.

La ecografía trajo un momento inesperado: el bebé movió las manos, como saludando. A Helena se le llenaron los ojos de lágrimas. No por Marc. Por ese pequeño ser que no tenía culpa de nada.
—Quiero ser parte de su vida —susurró Marc.
—Lo serás —respondió Helena—. Pero no volveré contigo. Y no quiero más mentiras.

Marc bajó la mirada. Sabía que era definitivo.

Con el tiempo, Helena comenzó a recuperar fuerzas. Se apuntó a clases prenatales, volvió a trabajar parcialmente y retomó la escritura, algo que siempre la había ayudado a sanar. La herida seguía ahí, pero cada día dolía un poco menos. Se prometió una cosa: su historia no terminaría en derrota, sino en renacimiento.

El día que publicó su experiencia en un foro de maternidad, recibió cientos de mensajes de mujeres que habían pasado por situaciones parecidas. Por primera vez, no se sintió sola. Comprendió que contar su verdad no era debilidad, sino valentía.

Y ahora, mientras se preparaba para su última consulta antes del parto, decidió compartir su historia también aquí, esperando que quizá alguien la leyera y encontrara consuelo.

Si esta historia te tocó, te sorprendió o te hizo reflexionar, me encantaría que dejaras un comentario. ¿Qué habrías hecho tú en el lugar de Helena? Tu opinión puede ayudar a muchas personas que están viviendo algo parecido.