Sospechaba que mi esposo había puesto pastillas para dormir en mi té. Esa noche, cuando se fue, las vertí en el fregadero y fingí quedarme dormida. Pero lo que vi después me dejó completamente desconcertada…

Mi corazón latía tan fuerte que casi apagaba el tenue sonido de rascado que venía de la esquina del dormitorio. Permanecí inmóvil en la cama de matrimonio que compartía con mi marido, Diego Ramos, un ingeniero informático que conocí seis años atrás en Valencia. Habíamos construido una vida tranquila en un piso antiguo de Ruzafa, lleno de plantas y fotografías de viajes. Pero el hombre que se arrodillaba junto a la ventana aquella noche no se parecía al compañero paciente y cariñoso que me preparaba tostadas con tomate todos los domingos. Sus movimientos eran precisos, calculados, como si hubiera ensayado cada gesto.

Llevaba semanas sospechando que algo no iba bien. Cada noche, Diego insistía en prepararme una infusión de manzanilla antes de dormir. Cada noche, tras beberla, caía en un sueño profundo, más pesado de lo normal; tan pesado que a veces despertaba sin recordar haberme acostado. En varias ocasiones encontré mis cosas cambiadas de lugar: mi bolso abierto, mi reloj en la mesa del salón cuando yo estaba segura de haberlo dejado en el baño. Cuando le pregunté, Diego sonreía con esa calidez que siempre me tranquilizaba, y me decía que estaba muy estresada por el trabajo en el hospital.

Pero el sabor amargo de la manzanilla nunca me pareció normal.

Aquella noche simplemente fingí beberla. Manteniendo la respiración estable, observé por entre mis pestañas entreabiertas cómo Diego levantaba dos listones del suelo. De ese hueco oculto sacó una caja metálica. La abrió con cuidado. Dentro había documentos, sobres cerrados, fotografías de varias mujeres —todas de edad parecida a la mía, con rasgos similares— y lo que parecían varios pasaportes españoles… todos con la cara de Diego, pero con nombres distintos.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo.

Diego sacó una foto de una mujer morena y la comparó con algo en su móvil usando la luz del flash. Sonrió apenas, un gesto frío, desconocido. Y entonces murmuró algo que me heló la sangre:

Estamos casi listos.

No sabía a qué se refería. Pero su tono no dejaba lugar a dudas: no era una frase inocente.

Volvió a guardar todo en la caja, bajó los listones y salió del dormitorio sin notar que yo lo había visto. Cuando escuché la puerta del pasillo, abrí los ojos por completo, con un temblor que no podía controlar.

“¿Listos para qué?”, pensé.
Y supe que para descubrirlo tendría que mantenerme viva… y fingir un poco más.

A la mañana siguiente, salí del piso fingiendo que iba por un café antes del turno en el hospital. En realidad conduje directamente a casa de mi mejor amiga, Marta, que vivía cerca del Puerto de Valencia. Marta siempre había tenido un instinto especial para detectar peligros que yo prefería ignorar.

Cuando le conté lo que había visto, su expresión se volvió seria al instante.

—Eso no es normal, Laura —me dijo—. Si está escondiendo pasaportes y fotos de otras mujeres… eso es grave. Muy grave.

Quise defender a Diego, justificar lo inexplicable, pero la imagen de su sonrisa fría me devolvió al silencio. Marta pasó horas conmigo, repasando cada detalle de las últimas semanas: los sueños pesados, los objetos movidos de sitio, las llamadas en voz baja que escuchaba desde el pasillo cuando él creía que yo dormía. Poco a poco, las piezas formaban un panorama inquietante.

—Tenemos que verificar todo —dijo Marta—. Su trabajo, su historial, lo que te ha contado desde que os conocisteis.

Diego nunca había sido reservado, o eso creía yo. Cuando Marta llamó a la empresa de software donde él aseguraba trabajar desde hacía años, la respuesta nos dejó paralizadas:

—Aquí no ha trabajado nadie con ese nombre —dijo la recepcionista.

Un informe de antecedentes reveló inconsistencias en su número de identificación, y no había rastro digital de él antes de siete años. Ninguna publicación, ninguna dirección anterior comprobable, nada.

Pero lo peor llegó después. Marta encontró una noticia sobre una mujer desaparecida en Zaragoza dos años atrás. En la nota mencionaban movimientos financieros extraños y cambios en documentación. Cuando vi su foto, sentí que el aire me fallaba: se parecía muchísimo a una de las mujeres del sobre que Diego había sacado la noche anterior.

—Dime que esto es casualidad —susurré, aunque sabía la respuesta.

Esa noche volví a casa intentando actuar con naturalidad. Diego me recibió con un beso en la mejilla, casi demasiado efusivo. Preparó la infusión como siempre. Mis manos temblaban al sostener la taza, pero fingí beber. Lo observé. Estaba demasiado atento, demasiado pendiente del reloj, de mis movimientos, de cada reacción.

Me acosté. Cuando fingí dormir, él se acercó y, con una suavidad escalofriante, me acarició la mejilla.

—Nunca me lo pones fácil —susurró.

Se levantó y salió de la habitación. Lo seguí en silencio hasta el pasillo. Fue entonces cuando escuché su voz, baja, fría, hablando por teléfono:

Ella desaparecerá el jueves.

Y sentí que ya no tenía tiempo.

Al amanecer me reuní con Marta y con un inspector de policía al que ella había contactado: Inspector Salas, un investigador meticuloso y calmado del Cuerpo Nacional de Policía. Le conté todo con el mayor detalle posible: la infusión, los documentos ocultos, las fotos, la llamada sobre el jueves. Marta le mostró los informes y el artículo de la mujer desaparecida.

Salas fue directo.

—No podemos detenerlo todavía —advirtió—, pero podemos protegerte. Vamos a poner vigilancia y microfonía. Si realmente planea algo, lo pillaremos antes de que actúe.

Esa misma noche mi piso se convirtió en un terreno vigilado. Dos coches sin distintivos esperaban en la calle. Salas instaló pequeños micrófonos en el salón y el comedor, y me entregó un transmisor diminuto escondido en el sujetador. Marta se quedó a dos calles, preparada para intervenir si algo salía mal.

Yo solo tenía que confrontarlo… y aguantar el tiempo suficiente.

Diego llegó tarde, demasiado tarde, con bolsas de comida de mi restaurante favorito. Extendió los platos sobre la mesa, mirándome con una intensidad que me estremeció.

—Estás cansada —comentó—. ¿Te tomaste la manzanilla?

—Luego la tomaré —respondí.

Un tic involuntario tensó su mandíbula.

Durante la cena mantuve la compostura a duras penas. Cuando se levantó para lavarse las manos, toqué el transmisor que Salas me había puesto. Respiré hondo.

Cuando Diego volvió me armé de valor.

—Tenemos que hablar —le dije.

—¿Sobre qué?

—Sobre la infusión —respondí—. Sé que me estás drogando. Sé lo de los pasaportes. Lo de las mujeres. Lo del jueves.

La habitación se volvió un vacío absoluto. Diego dejó de parpadear. Luego sonrió, una sonrisa fina, desprovista de humanidad.

—No deberías haber visto nada, Laura.

Metió la mano en el bolsillo. Di un paso atrás. Pero antes de que pudiera moverse, una voz retumbó por los altavoces ocultos:

Diego Ramos, Policía Nacional. Aléjese de Laura y levante las manos.

Diego se giró, pero la puerta saltó abierta y varios agentes entraron apresuradamente. Intentó correr hacia la ventana del salón, pero fue reducido de inmediato. Mientras le colocaban las esposas, me miró con un odio frío.

—Esto no se acaba aquí —escupió.

—Sí, Diego —dije, con las piernas temblando—. Se acaba ahora.

Los documentos escondidos lo relacionaron con varias estafas de identidad y al menos dos desapariciones en distintas ciudades españolas. Pasaría décadas en prisión.

Yo me mudé a Sevilla, reconstruí mi vida y comencé a contar mi historia a mujeres en grupos de apoyo, para que reconocieran señales que yo tardé demasiado en ver.

Y ahora te la cuento a ti.
Comparte esta historia — la conciencia salva vidas.