Rihanna Hester, una joven de 29 años originaria de Valencia, nunca imaginó que su vida pudiera torcerse tan rápido. Tres días después de una cirugía de apendicitis, todavía debilitada y con puntos frescos, recibió una visita que transformó el hospital en un escenario de terror. Gary Montoro, su padrastro desde hacía tres años, entró en la habitación con el ceño fruncido y un ramo de flores barato, un gesto que en cualquier otro contexto habría sido tierno, pero que en él solo anunciaba tormenta.
—Así que sigues aquí tirada, ¿eh? —dijo sin molestarse en bajar la voz.
Rihanna intentó explicarle que el médico le había prohibido cualquier esfuerzo físico, pero Gary no escuchaba; nunca escuchaba. La acusó de exagerar, de fingir debilidad para evadir sus responsabilidades en casa. Ese era su patrón: desacreditar, controlar, imponer. Minutos después, en un arrebato de ira, la empujó contra la cama, rozando peligrosamente los puntos de sutura.
Las enfermeras acudieron de inmediato. Dos guardias de seguridad agarraron a Gary por los brazos mientras él gritaba que “todo era un malentendido”. La policía lo escoltó fuera del hospital. Rihanna, temblando, sintió que por primera vez en meses podía respirar sin miedo.
Pero la tranquilidad le duró poco. Pasó la noche repasando los últimos años. Recordó cómo Gary había entrado en la vida de su madre, Isabel, una mujer viuda que luchaba por sacar adelante su pequeña cafetería en Ruzafa. Él se presentó como un empresario eficaz, atento, capaz de resolver cualquier problema económico. En pocos meses, su madre se enamoró de aquella fachada impecable.
Con el tiempo, Rihanna vio cómo Gary tomaba el control: manejaba las cuentas, hablaba con los proveedores, convencía a Isabel de firmar documentos que ella apenas alcanzaba a leer. Y, como si fuera casualidad, su madre empezó a enfermar con frecuencia: mareos, vómitos, debilidad constante. Los médicos no encontraban una causa clara.
Esa noche en el hospital, Rihanna sintió que algo no cuadraba. Una intuición pesada, dolorosa, le decía que Gary no era solo un manipulador. Había algo más oscuro. Y cuando, a la mañana siguiente, recibió un mensaje de una mujer desconocida diciendo: “Necesitamos hablar. También fui esposa de Gary”, supo que lo peor apenas estaba empezando…
La mujer del mensaje se llamaba Laura Ferrer, exesposa de Gary y residente en Zaragoza. Acordaron hablar por videollamada. Cuando la conexión se estableció, Rihanna se quedó helada: Laura tenía una cicatriz en la ceja, una quemadura en la muñeca y un tono de voz cargado de un miedo que ella reconocía demasiado bien.
—Rihanna… él no es quien dice ser. Tienes que salir de esa casa cuanto antes —fue lo primero que dijo.
Durante más de una hora, Laura relató cómo Gary construía siempre la misma historia: seducía a mujeres vulnerables, obtenía acceso a sus finanzas, aislaba a la familia y, cuando surgían sospechas, fabricaba accidentes, enfermedades misteriosas o deudas inexistentes. Laura logró huir cuando descubrió que Gary había contratado un seguro de vida a su nombre sin avisarle.
Los paralelismos eran inquietantemente idénticos. Al cortar la llamada, Rihanna sintió la urgencia de actuar. Aún hospitalizada, pidió a una enfermera que contactara a su tío Joaquín, un policía jubilado conocido por su instinto infalible. Cuando llegó, escuchó toda la historia sin interrumpir.
—Rihanna, si todo esto es cierto, tu madre corre un peligro real —dijo con voz grave—. Y tú también.
Ya en casa, tres días después, la situación resultó aun más inquietante. Su madre estaba pálida, desorientada y tomando unas pastillas que Gary le había recetado “para la energía”. Rihanna guardó una en su bolsillo sin que nadie lo viera.
Esa misma noche, mientras buscaba un cargador en el despacho de Gary, encontró una carpeta azul dentro de un cajón con llave. Estaba repleta de contratos, extractos bancarios y documentos legales… todos a nombre de su madre y de ella misma. Había varias solicitudes de crédito que nunca habían firmado, y tres pólizas de seguro de vida recientes.
Su corazón latía con fuerza. Entre los papeles, también encontró un cuaderno negro con anotaciones inquietantes: fechas, dosis, comentarios sobre “debilitamiento progresivo” y, lo peor de todo, una frase subrayada tres veces: “Cuando Isabel no pueda levantarse, moveré todo a mi nombre.”
El sonido de la puerta principal la sobresaltó. Gary había vuelto antes de lo previsto.
—¿Qué haces aquí dentro? —preguntó desde el pasillo.
Rihanna cerró el cajón con prisa, escondió la carpeta bajo su jersey y tomó una decisión que cambiaría el curso de todo. Debía proteger a su madre… aunque eso significara enfrentarse directamente a él.
A la mañana siguiente, Rihanna llevó de manera discreta la pastilla al farmacéutico de confianza del barrio, un amigo cercano de su tío. Tras analizarla rápidamente, su rostro se tornó serio.
—Esto no es un suplemento. Es un sedante fuerte de uso controlado. Tomado en exceso, puede causar daños renales y cardíacos.
La sangre de Rihanna se heló. Todo encajaba: la debilidad de su madre, los desmayos, la lentitud con la que parecía deteriorarse. Gary estaba acelerando un proceso que podía terminar con su vida… y cobrar el seguro.
Joaquín contactó con dos antiguos compañeros de la policía. Les entregaron la documentación y, tras una revisión preliminar, confirmaron que había elementos suficientes para iniciar una investigación por fraude, coacción, manipulación documental e intento de homicidio.
Rihanna sabía que no podían confrontar a Gary aún. Cualquier paso en falso pondría a su madre en peligro. Así que diseñaron un plan. Fingiría reconciliarse, seguiría sus reglas, y ganaría suficiente tiempo para que la policía reuniera las pruebas finales.
Los días siguientes, Rihanna interpretó el papel de hija dócil. Gary, confiado y satisfecho, siguió repartiendo pastillas a Isabel y preparando un viaje “romántico” a Galicia, donde, según su cuaderno, planeaba culminar su estrategia.
La noche anterior al viaje, los agentes, ya con la orden judicial en mano, irrumpieron en la casa. Gary intentó escapar por el patio trasero, pero Joaquín lo interceptó antes de que alcanzara la calle. En su mochila llevaba las pólizas de seguro, una dosis letal del sedante y documentos falsificados para transferir propiedades.
Isabel, aturdida, no entendía del todo lo que estaba ocurriendo hasta que un médico de urgencias confirmó que los sedantes la estaban intoxicando lentamente. Entre lágrimas, abrazó a su hija como si la vida le hubiera sido devuelta.
El juicio se celebró meses después. Varias exesposas de Gary declararon, y el cuaderno negro se convirtió en la prueba clave. Fue condenado a más de veinte años de prisión por intento de homicidio, estafa continuada y falsificación.
Rihanna e Isabel se mudaron a una pequeña casa en Alicante, lejos del pasado, y comenzaron una vida nueva sin miedo. La cafetería volvió a abrir, esta vez con más clientes que nunca cuando la comunidad se enteró de su historia de supervivencia.
Y así, en una tarde soleada frente al mar, Rihanna escribió las últimas líneas de su testimonio para una campaña local contra la violencia económica y emocional. Su mensaje final fue simple, pero poderoso:
“Si esta historia te conmueve, compártela. Nunca sabes a quién puedes salvar.”







