Mi nombre es Sara Millán, tengo treinta y tres años y vivo en Sant Cugat del Vallès, un lugar tranquilo a las afueras de Barcelona. Mi marido, Esteban, trabaja como albañil autónomo; nuestro hijo de siete años, Lucas, es la alegría de mi vida. Vivimos en una casa de dos plantas que Esteban reformó con sus propias manos. Pensé que conocía cada rincón de ese hogar… hasta la tarde en que mi suegro me pidió que rompiera una baldosa.
Era un jueves cualquiera. Lucas jugaba en casa de los vecinos, Esteban había salido a comprar materiales para una obra, y yo lavaba los platos cuando sentí una presencia en mi espalda. Casi solté un grito: era Antonio, el padre de Esteban, parado en el umbral de la cocina. Tenía el rostro pálido, los ojos hundidos, como si llevara días sin dormir.
—Sara —susurró con voz quebrada—. Tenemos que hablar. Ahora.
Me limpié las manos, inquieta.
—¿Qué ocurre, Antonio?
Se acercó despacio y, como temiendo que alguien pudiera escucharlo, murmuró:
—Cuando estés sola, coge un martillo y rompe la baldosa detrás del inodoro de vuestro baño de arriba. No se lo digas a Esteban. A nadie.
Me quedé inmóvil.
—¿Qué estás diciendo? ¿Por qué haría eso?
—Por favor —insistió, con los ojos vidriosos—. Tienes que ver lo que hay allí antes de que él vuelva.
Algo en su mirada me heló la sangre. Antonio siempre había sido un hombre calmado, incluso tierno. Pero esa noche estaba verdaderamente aterrado.
Una hora después, con el corazón martilleando, subí las escaleras con un martillo en la mano. El baño estaba perfectamente iluminado, la baldosa impecable. Esteban la había colocado hacía solo unos meses. Me repetí que era una locura, que quizá Antonio estaba perdiendo la cabeza… pero aun así levanté el brazo.
El primer golpe dejó una grieta. El segundo hizo saltar un trozo. Al tercero, apareció un hueco oscuro detrás del azulejo. Introduje el móvil para iluminar y vi una bolsa de plástico amarillenta. Tiré de ella. Pesaba más de lo que parecía.
Cuando la abrí, casi me desmayé.
Dentro había dientes humanos. Decenas. Algunos grandes, otros pequeños.
Solté la bolsa, retrocedí hasta chocar con la pared. No podía gritar. No podía pensar.
Y en ese instante comprendí que quizá no conocía a mi marido en absoluto.
Me quedé sentada en el suelo durante varios minutos, paralizada. Cada pensamiento chocaba con el siguiente sin lógica posible. ¿Por qué habría una bolsa con dientes detrás de una baldosa recién colocada? ¿Por qué Esteban la escondería allí? ¿Por qué Antonio sabía de su existencia?
Respirando con dificultad, recogí la bolsa con dedos temblorosos, la metí dentro de una mochila y salí de casa sin mirar atrás. Antonio vivía a tres calles, en un piso pequeño al que llegué casi corriendo. Cuando vio la mochila en mi mano, bajó los hombros con resignación, como quien recibe una sentencia largamente esperada.
—Así que lo has encontrado —susurró.
—Explícame esto —le exigí, mi voz más temblorosa de lo que quería admitir.
Nos sentamos en su minúsculo salón. Antonio respiró hondo antes de hablar.
—Hace años, cuando Esteban trabajaba en las casetas de madera cerca del río Llobregat, desaparecieron dos trabajadores temporales. La policía investigó, pero nunca hallaron pruebas. Yo no sospechaba nada… hasta que descubrí algo en su furgoneta. Un bote con piezas… restos humanos. Él me vio. Me amenazó. Me dijo que si hablaba, no solo yo pagaría las consecuencias.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
—¿Lo estás acusando de matar a personas?
Antonio cerró los ojos.
—No lo sé con certeza. Pero sé que es capaz de cosas que tú no imaginas. Por eso cuando vi que reformaba vuestro baño… supe que había vuelto a esconder algo. Y necesitabas saberlo antes de que fuera demasiado tarde.
Yo negué con la cabeza.
—Antonio, Esteban jamás me ha faltado al respeto. Nunca ha sido violento.
—Los monstruos no siempre gruñen, hija —murmuró él—. Algunos saben sonreír.
Su frase me persiguió de vuelta a casa. Aparqué frente a la fachada y me quedé dentro del coche largo rato, intentando ordenarlo todo. Finalmente, respiré hondo y entré.
Esteban ya estaba allí. Me miró desde la encimera, con una sonrisa contenida.
—Llegas tarde —comentó.
Noté cómo la mochila pesaba más que nunca. Intenté mantener la voz firme:
—Tenía que hablar con tu padre.
Su sonrisa se congeló. Sus ojos, normalmente tranquilos, se tensaron por un instante. Luego dijo:
—Ah. Ya veo.
Una corriente helada me recorrió la columna. No sabía si sospechaba, si lo sabía todo o si simplemente intuía que algo había cambiado en mí.
Aquella noche dormí con el teléfono entre las manos, el corazón en estado de alerta.
Y lo peor estaba aún por llegar.
A la mañana siguiente, me levanté antes del amanecer. Tenía decidido llevar la bolsa a la policía. No podía seguir conviviendo con ese secreto enterrado—literalmente—en la pared del baño. Fui al lavabo, abrí el armario donde había escondido la mochila… y mi sangre se congeló.
No estaba allí.
Corrí por la casa. Busqué en cada rincón, revisé debajo de la cama, en el armario del pasillo, incluso en la cocina. Nada. El terror se apoderó de mí. Entré tambaleándome en la cocina y allí estaba Esteban, preparando café, tranquilo, como si todo fuera normal.
Sin mirarme, preguntó:
—¿Buscas algo?
Sentí que las piernas me fallaban.
—¿Dónde está la bolsa? —logré murmurar.
Entonces se giró. Su expresión era serena, pero sus ojos… sus ojos estaban fríos, calculadores, totalmente distintos al hombre con el que me había casado.
—Mi padre ha empezado a hablar demasiado —dijo con calma—. Y tú has empezado a escucharlo. Eso complica las cosas.
Retrocedí. Él avanzó un paso, sin levantar la voz.
—Sara, deberías confiar en mí. No en él.
Mis manos temblaban, pero logré sacar el móvil del bolsillo.
—No te acerques —dije, marcando el número de emergencias.
Sus labios se curvaron en una media sonrisa.
—No hagas una tontería.
Pero ya era tarde. Cuando la operadora respondió, grité:
—Mi marido es peligroso. Envíen a la policía. ¡Por favor!
Esteban se detuvo, exhaló lentamente y dejó la taza sobre la encimera.
—Has arruinado todo —murmuró.
No se movió más. Cuando la policía llegó, no opuso resistencia. Registraron la casa y encontraron otros dos escondites en el sótano: bolsas similares, restos que coincidían con personas desaparecidas años atrás en la zona del Llobregat.
El caso sacudió a todo el municipio. Antonio declaró todo lo que sabía. Esteban fue condenado.
Yo vendí la casa y me mudé a Valencia con Lucas. Todavía, algunas noches, cuando escucho el eco metálico de una tubería, recuerdo el sonido del martillo rompiendo la baldosa… y el hueco oscuro detrás de ella.
Pero sé que hice lo correcto. La verdad, por dolorosa que sea, es siempre el camino que salva vidas.
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