La chica con una marca de nacimiento en el rostro, llamada “monstruo” por todos, se casó con un hombre ciego. En la noche de su boda, él hizo algo que hizo llorar a todos…

En un pequeño pueblo costero de Andalucía llamado Villanueva del Mar, vivía Clara Morales, una mujer de veintiocho años que había pasado toda su vida siendo objeto de burlas y desprecios. Desde niña, un gran lunar oscuro cubría la mitad de su rostro, desde la frente hasta la mandíbula, y los vecinos no dudaban en llamarla “monstruo” en susurros que ella escuchaba cada día. Su padre había muerto cuando ella era joven, y su madre, enferma, apenas podía mantener la pequeña floristería familiar abierta. Clara trabajaba largas horas, organizando rosas, lirios y jazmines, sumida en un silencio que le permitía escapar del juicio constante de su entorno.

Una mañana de primavera, mientras el viento traía el olor salado del mar, un hombre entró en la tienda. Se llamaba Alejandro Ruiz, alto, con una voz suave y firme, y unos ojos que nunca se fijaban en nada con claridad. Clara pronto comprendió que era ciego.

—¿Eres tú quien arregla las flores? —preguntó Alejandro—. Huelen… maravillosas.

Clara se quedó paralizada, conmovida y desconfiada al mismo tiempo.
—Sí… soy yo —respondió en voz baja.

Alejandro volvió varias veces, preguntando sobre las flores favoritas de Clara, la salud de su madre, sus sueños y recuerdos de infancia. A pesar de todo, él no parecía interesado en su rostro, solo en su presencia. Poco a poco, Clara comenzó a sonreír nuevamente.

Semanas después, el pueblo empezó a hablar del hombre ciego que visitaba cada día a la “chica marcada”. La gente murmuraba, criticaba y se preguntaba por qué él insistía en acercarse a ella. Un día, Alejandro se arrodilló frente a Clara, sosteniendo un lirio blanco, y le pidió matrimonio:

—Clara, has mostrado la belleza en cosas que no puedo ver. ¿Quieres casarte conmigo?

Ella lo miró incrédula.
—No sabes cómo luzco… si lo supieras, no lo pedirías.

Él tomó su mano, con suavidad.
—No necesito ver para reconocer a la persona que me salvó.

El pueblo murmuró ante la noticia, algunos con incredulidad, otros con burla. La boda se realizó de manera sencilla, pero aquella noche, después de la celebración, Clara sintió un nudo en el estómago. ¿Y si él se arrepentía? ¿Y si, al descubrir su rostro, su amor desaparecía?

Cuando Alejandro se acercó a ella con algo en las manos, Clara no pudo evitar contener el aliento. Lo que sucedió a continuación cambiaría la manera en que ambos verían la vida…

Después de la boda, Clara permaneció en silencio junto a la ventana, observando la lluvia que caía sobre Villanueva del Mar. Alejandro entró en la habitación sosteniendo un sobre cuidadosamente doblado.

—Clara, hay algo que necesito explicarte esta noche —dijo suavemente.

Ella contuvo la respiración mientras él abría la carta. Era del médico que le había atendido tras un accidente. Alejandro había perdido la vista cinco años atrás en un incendio mientras trabajaba como bombero. Había salvado a una niña atrapada entre las llamas, pero sus ojos quedaron dañados de manera irreversible.

Clara sintió cómo su corazón se encogía. Su dolor y miedo por el juicio de los demás parecían insignificantes ante el sacrificio de Alejandro.

Él se acercó lentamente y colocó sus manos sobre el rostro de Clara. La suavidad de su toque recorrió cada contorno, cada lunar que le había causado tantos tormentos.
—Esto… forma parte de ti —murmuró.

Clara rompió a llorar. Durante años había escondido su rostro por vergüenza; ahora, alguien lo abrazaba con ternura. Alejandro continuó:
—Antes del incendio, veía personas con rostros perfectos pero corazones vacíos. Ahora, aunque no puedo ver, reconozco la belleza en la calidez y en la sinceridad.

Al día siguiente, Clara escuchó a vecinas hablando a la puerta de su tienda, murmurando que él eventualmente se alejaría cuando conociera su verdadero aspecto. Alejandro apareció detrás de ella, sosteniendo su mano:

—Déjalos hablar. No debemos explicaciones a nadie —dijo con tranquilidad.

Pero una noticia pronto pondría a prueba su amor: un tratamiento médico podría devolverle parcialmente la vista a Alejandro. Clara sintió miedo y ansiedad; ¿seguiría amándola cuando pudiera verla?

El día de la cirugía llegó, y mientras ella sostenía su mano junto a la cama, rezó en silencio. Cuando le retiraron los vendajes, Alejandro parpadeó, ajustándose a la luz, y finalmente la vio.

Clara permaneció a unos pasos de distancia, temblando. Su corazón latía con fuerza mientras esperaba la reacción de Alejandro. Sus ojos se encontraron, y por un largo momento, él no dijo nada. La tensión era palpable.

—Clara… —susurró él, dando un paso hacia ella—. Eres incluso más hermosa de lo que imaginaba.

Ella dejó escapar un sollozo de alivio.
—¿Puedes… verme? —preguntó, con lágrimas corriendo por sus mejillas.

—No perfectamente —dijo Alejandro, sonriendo—, pero lo suficiente. Y para mí, eres perfecta.

La noticia se difundió rápidamente por Villanueva del Mar. Aquellos que antes la habían ridiculizado comenzaron a mirarla con respeto y admiración, no por el lunar que marcaba su rostro, sino por la alegría y la seguridad que ahora emanaba. Clara finalmente comprendió que el amor verdadero no se mide por la apariencia, sino por quién eres por dentro y quién te ve de verdad.

Meses después, en la celebración de su primer aniversario, Alejandro acarició suavemente su rostro y dijo:
—¿Sabes por qué todos lloraron aquella noche de nuestra boda?

Clara sonrió entre lágrimas.
—¿Por qué?

—Porque cuando los toqué, les conté que no necesito ojos para ver que eres la mujer más hermosa que he conocido.

Clara abrazó a Alejandro con gratitud. La mujer marcada había sido finalmente vista, elegida y amada.

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