Aquella noche empecé a escribir mentalmente la verdad que nunca me había atrevido a aceptar. Mi marido, Thomas, llevaba semanas dándome una pastilla “para dormir mejor”. Cada vez que la tomaba, perdía horas enteras, despertando con un cansancio imposible y recuerdos entrecortados. Me decía que era estrés, que necesitaba descansar, que confiara en él. Pero yo ya no confiaba. No después de encontrar dos veces la puerta trasera mal cerrada, ni después de oír pasos cuando él juraba haber dormido a mi lado toda la noche.
Así que aquella noche, respiré hondo, llevé la pastilla a la boca y fingí tragarla. Él sonrió satisfecho, apagó la luz y se metió en la cama. Esperé. Conté su respiración, lenta y profunda. Cuando marcó la 1:58 a.m., él se levantó, creyéndome inconsciente. Caminó hacia la puerta sin encender la luz. Yo mantuve mis ojos apenas entreabiertos, el corazón martilleando en mis costillas.
A las 2:03, escuché sus pasos bajar las escaleras. Me incorporé con cuidado, evitando que el colchón crujiera, y lo seguí. Cada escalón era un golpe en mi pecho. No sabía qué iba a encontrar, pero intuía que era algo que podía destruir mi vida.
Cuando llegué al pasillo inferior, escuché voces. Una voz de hombre… y otra, muy familiar, pero que no podía identificar. La luz del comedor estaba encendida. Me acerqué sin hacer ruido, pegada a la pared, temblando. Y entonces lo vi.
Thomas estaba de pie junto a la mesa, hablando con alguien sentado frente a él. Y esa persona…
Era yo.
O al menos, alguien que se parecía a mí de manera inquietante: misma estatura, mismo corte de pelo, misma ropa que había desaparecido misteriosamente semanas atrás. Mientras observaba, ella levantó la cara… y llevaba mi collar, el que Thomas decía no haber encontrado.
Me quedé paralizada, sin aire, sin lógica que me explicara lo que veía. Pero lo peor no era su presencia…
Era lo que Thomas dijo, con un tono frío que jamás le había escuchado:
—Mañana estará completamente bajo control. Para entonces, tú tomarás su lugar.
Y entonces la mujer que parecía mi reflejo sonrió.
Ese fue el momento exacto en el que sentí que mi vida se rompía en dos.
Sentí un vértigo tan intenso que tuve que apoyar la mano en la pared para no caer. No era posible. No podía existir alguien así, tan igual, tan “diseñado” para sustituirme. Intenté racionalizarlo: ¿una prima perdida? ¿una actriz? ¿una broma cruel? Pero ninguna opción encajaba con la escena que tenía frente a mí. Ella no imitaba mis gestos: los era. Tenía la misma manera de mover la cabeza, incluso la misma cicatriz en la ceja izquierda que me hice cuando tenía ocho años.
Me acerqué un poco más, tratando de escuchar sin ser descubierta.
—¿Y si despierta? —preguntó la doble, con un tono suave pero cargado de nervios.
—No lo hará —respondió Thomas con una seguridad escalofriante—. Llevo semanas aumentando la dosis. Apenas sabe lo que ocurre a su alrededor. Para mañana, no recordará nada. Será fácil reemplazarla.
Reemplazarme. Esa palabra me perforó el pecho.
La doble bajó la mirada.
—¿Y después? ¿Qué va a pasar con ella?
Thomas sonrió como quien observa una pieza de ajedrez a punto de caer.
—No te preocupes por eso. Ya tengo un plan.
Sentí un impulso irracional de entrar corriendo, de enfrentarlo, de gritarle. Pero sabía que en ese estado —desarmada, confundida y vulnerable— sólo pondría mi vida en más peligro. Así que retrocedí muy lentamente, asegurándome de que ninguno de los dos me viera. Subí las escaleras como si mis pies no tocaran el suelo. Me metí en la cama, pero no cerré los ojos ni por un segundo.
A las 3:12 a.m., Thomas volvió al dormitorio. Yo fingí dormir profundamente. Se acercó, me miró unos segundos y suspiró satisfecho. Sentí su mano acomodando la manta sobre mí, como un gesto amoroso que ahora me resultaba repulsivo.
En cuanto escuché su respiración regular, me levanté. Cogí mi bolso, mi teléfono, mis documentos. No podía quedarme ni un minuto más en esa casa. Pero antes de irme, cometí el error que lo cambiaría todo: dejé mi móvil encendido.
Cuando crucé la puerta, escuché un pitido desde el dormitorio. Thomas siempre había usado la app que le permitía rastrear mis movimientos “por seguridad”.
El punto rojo que era yo comenzó a moverse.
Y en ese instante su voz retumbó por la casa:
—¡Emily!
Mi nombre. Gritado con furia. Él sabía que estaba despierta. Sabía que había descubierto todo.
Y yo sólo tenía segundos para huir.
Corrí hacia el auto sin mirar atrás. Las llaves temblaban en mis manos. Logré encender el motor justo cuando Thomas abrió la puerta principal. Sus ojos, normalmente suaves y amables, estaban desquiciados, como si la máscara hubiera caído por completo.
—¡Emily, detente! ¡No sabes lo que estás haciendo! —gritó, bajando los escalones de dos en dos.
Aceleré. El auto derrapó ligeramente antes de tomar la carretera. Mis manos sudaban tanto que tenía que limpiarlas contra mis piernas cada pocos segundos. Llamé a la policía, pero mi voz salía entrecortada. Les di la dirección, les expliqué que mi vida estaba en peligro. Me dijeron que mantuviera la calma, que una patrulla estaba en camino.
Conduje hasta una gasolinera iluminada, llena de cámaras. Me detuve allí, respiré hondo y pensé: Estoy segura por ahora. Pero el miedo era un animal vivo en mi pecho. Abrí el bolso para revisar mis cosas y allí entendí el alcance del horror: Thomas había colocado un rastreador dentro de la costura interna.
No sólo me drogaba. Me perseguía incluso cuando creía que estaba lejos.
Lo tiré por el desagüe del baño, hice una llamada rápida a mi amiga Sarah y le pedí que me recogiera sin hacer preguntas. Cuando llegó, rompí a llorar en su abrazo. Ella no dudó ni un segundo en llevarme a la comisaría.
La policía nos recibió, tomaron mi declaración y enviaron a dos oficiales a la casa inmediatamente. Horas después, me informaron que habían encontrado a Thomas… pero también a la mujer que se parecía a mí. No huyó. No luchó. Al parecer, no entendía del todo lo que hacía allí. La llevaron a un centro médico para evaluarla.
Yo tardé días en procesarlo. Semanas en volver a dormir. Nunca olvidaré la expresión de Thomas cuando me gritó por última vez: era la prueba de que el hombre que yo creía conocer jamás existió.
Hoy cuento esta historia porque sé que muchas personas viven señales que deciden ignorar por amor, miedo o costumbre. Yo hice lo mismo… hasta que casi me reemplazan en mi propia vida.
Y ahora quiero preguntarte a ti, que terminaste de leer esta historia:
¿Qué habrías hecho si hubieras visto a alguien idéntico a ti sentado en tu mesa a las dos de la mañana?
Cuéntamelo en los comentarios. Tu opinión puede ayudar a alguien más a abrir los ojos.




